jueves, 26 de enero de 2023

Ingratitud




Qué fue del color,
qué de aquellas gerberas,
que cada mañana me traías 
del jardín en tu cesta.

Qué fue de tu fulgor, 
qué de tus locas quimeras, 
aquellas que me contabas 
sentados bajo la yedra.

Qué fue de tu honor,
qué de tus grandes promesas, 
las que me hacías cada noche 
con tanta entereza.


Autor: Dimas Luis B.G.

domingo, 15 de enero de 2023

Un hombre pasó todo un día paseando por su barrio, escrutando a las personas con las que se cruzaba, hablando con ellas, observando su comportamiento. Llegó a la conclusión de que todos estaban muy locos,  y pensó que definitivamente no había nadie cuerdo.

Por fin, tras doce exhaustivas horas de paseo, decidió regresar a su casa. No le apetecía cenar, estaba demasiado afectado por la locura del mundo, así que subió a su habitación y, tras enfundarse en su confortable pijama de franela, miró por la ventana mientras fumaba el último cigarrillo del día. 

Llovía, había pequeños charcos en la calzada, y había uno muy grande justo delante de la entrada en el que se reflejaban las letras del neón de la planta baja de su edificio. 

Le gustaba ver el reflejo azul de las las letras en el agua, y se dió cuenta de que eran dos palabras que se leían al revés, como si las estuviese viendo a traves de un espejo. 

Eso le hizo gracia, asi que tomó un papel y un lápiz y copió las dos palabras, luego invirtió las letras y lo leyó. Decía: "Hospital psiquiátrico".

No pudo parar de llorar en toda la noche. Se sorprendió.

Nada es lo que parece, jamás.


Autor: Dimas berzosa Guillén 

miércoles, 26 de agosto de 2020

Abrazos furtivos

***LA NOCHE ***

A veces, desde que te marchaste, cuando me despierto en medio de la noche en mi habitación acunado por la oscuridad y mecido por el silencio, en ese estado mágico de duermevela en el que siempre se consigue lo que se anhela sin apenas esfuerzo, logro detener el tiempo. Y entonces puedo hacer realidad cualquier pensamiento. Cualquier situación que desee se materializa y sucede en realidad. Y soy capaz de manipular a cronos como si de una moviola se tratase, yendo hacia adelante y hacia atrás a voluntad, viviendo y reviviendo una y otra vez  decenas de veces cada instante deseado. Y puedo ver, oír, oler, gustar y tocar. Y sentir miedo, compasión, rabia, deseo, ira... Todas las emociones son reales. Y las cosas acontecen y transcurren de la misma forma y con la misma esencia con la que suceden en la otra realidad; en la realidad consciente de la luz y el espacio; en esa siniestra realidad en la que casi todos estamos obligados a ocultar lo que sentimos, a acallar nuestros deseos y a fingir casi siempre diciendo y haciendo lo que los demás esperan de nosotros, aunque lo que les mostremos no sea verdad, aunque no nos beneficie a ninguno.

miércoles, 7 de agosto de 2019

CIENCIAS, LETRAS... Y OTRAS AVENTURAS


UNA SEPARACIÓN DOLOROSA

Había dejado de llover por fin, pero seguía soplando el insistente y embravecido viento que, como cada mañana durante el recién estrenado mes de enero, sacudía sin cesar a las cientos de palmeras que jalonan el paseo marítimo, jugando a romper paraguas, robar sombreros y arremolinar abrigos de indefensos transeúntes.
Alberto luchaba contra aquel aire molesto, apartando de sus ojos a duras penas su logro más preciado, el largo flequillo de color fucsia que tantas discusiones con su padre le había ocasionado y del que él tan orgulloso se sentía. Mientras miraba cómo el taxista se devanaba los sesos intentando acoplar todas aquellas maletas en el portaequipajes de su auto.
Sintió frío, e inmediatamente pensó que debía proponerse muy en serio obedecer más a su madre. Ella, como siempre, tenía razón cuando hacía unos minutos le había recomendado que se abrigase bien para salir, pero una vez más él había hecho caso omiso de sus consejos y ahora, en pijama y zapatillas, lo lamentaba tiritando en la puerta del chalet, deseando que su padre se despidiese al fin para así poder volver a entrar en casa y sentarse junto al fuego de la chimenea.
Ángela y León acababan de divorciarse, por eso Alberto se sentía fatal. Comprendía que ya no vivirían más los tres juntos en aquella bonita casa junto a la playa y le entristecía pensar que todo iba a cambiar en su vida.

lunes, 1 de abril de 2019

Anoche tuve un sueño

Vi una habitación, solada con pequeñas y lustrosas baldosas negras y blancas alternadas, que me pareció un interminable tablero de ajedrez. Y, en esa habitación, ante una gran chimenea pintada de verde y amarillo, brillando en la oscuridad, veo a mi abuelo, encorvado sobre una silla de palos de madera con asiento de eneas, y me veo a mí mismo contemplando extasiado la imagen amarilla y negra de aquel hombre menudo.
Recuerdo que él siempre llevaba una pelliza de grueso y pesado paño gris, o quizás fuera marrón, con cuello de larga piel blanquecina e hirsuta. Siempre con su gorra de tela negra, de las que se usaban en la época, desgastada y calada hasta las orejas, cubriendo su rapada cabeza. Él siempre colocaba sus grandes botas de piel negra y lustrosa sobre el hogueril de anchos mamperlanes de madera, desgastados por el roce de sus pies durante tantas y tantas noches de invierno ante la lumbre.
En el sueño veo su cara sosegada, pensativa, resignada, y en ella bailan los reflejos inquietos del fuego. La veo blanca unas veces y amarilla otras, cambiando su expresión al capricho de las sombra luces que los reflejos de las llamas dibujan en su tez, surcada de profundas arrugas pero a la vez suave y rapada como la cara de un niño. 
No sé si es por el efecto de las sombra luces, o es que realmente gesticula siguiendo el ritmo inquieto de sus pensamiento, pero a veces parece sonreír y otras parece triste, muy triste.  
Yo no sé si en el sueño estoy de pié o sentado, si estoy lejos o cerca, si delante o detrás de él. Solo sé que miro eternamente a aquel hombre y sigo los movimientos de sus manos, mientras él empuja los palos secos de madera de olivo con las viejas tenazas de hierro. Y me sobresalta el crepitar del fuego; las chispas que huyen revoloteando del hogar; los silbidos lastimosos del aire escapando del infierno con sonidos sordos y macabros, mientras los tizones de carbón, al rojo vivo, ruedan por el suelo formando estelas doradas y rojas que persisten en mi retina dibujando trazos brillantes de colores.
Pero lo que verdaderamente me impresiona es ese instrumento de madera y piel: es redondo, con largas orejas y tiene una especie de cara desfigurada y burlona, una cara inquietante que, a la postre, resulta ser la mía. Y expulsa aire sin cesar por su boca redonda y alargada, y la oigo respirar, tomar aire y expulsarlo cada vez que mi abuelo me aprieta las orejas, y el fuego, divertido, acompaña el ritmo que marcan mis respiraciones, jaleando y lanzando llamaradas refulgentes y los leños animan la escena con crujidos y sonoras palmadas, y los tizones bailan alocados por el suelo, mientras mi abuelo permanece inmutable, serio, ensimismado. 
Después, de repente, todas las cosas se detienen en el tiempo, flotando, y vuelven a la monotonía de las sombra luces pausadas, y mi mirada vuelve a centrarse en el semblante de mi abuelo,y se vuelven a dibujar en su cara aquellas muecas de risas una veces y otras de tristeza, de mucha tristeza.

domingo, 31 de marzo de 2019

Qué iba yo a hacer en este mundo, sin ti.

María, estás helada, mujer. Voy a avivar la candela. Pero llama a la Canelilla, anda, que se siente en tu regazo para darte calor. Qué lástima no poder verla ahora, moviendo el rabo y mirándome con esos ojillos tristes que tiene; pero es que cada día veo menos. Menos mal que a tientas sé dónde está todo y así me voy apañando. 
Pero lo que más pena me da es no poder verte a ti, tan guapa como has sido siempre. Decía mi madre que eras la moza más agraciada del pueblo, y con razón. 
Bien me acuerdo de aquella tarde que te conocí. Volvía yo del campo, de cavar olivos en la finca de Don Cosme, y al pasar por la puerta de tu casa me llamó tu madre: ¡Fermín!, ¡Fermín! hágame usted el favor, hombre, que yo no puedo con Lucera. Es que a esta cabra testaruda no hay manera de hacerla entrar en la casa hoy. 
Y yo, que era un hombretón en aquellos tiempos, metí la cabra a empellones en el corral. Aunque mi trabajo me costó, que aquella maldita cabra era como yo, una bendita por las buenas, pero si se le torcía el carro había que dejarla por imposible.
Y mira lo que son las cosas, María, hace 68 años, por la cabra fue que te conocí, que al entrar al corral te vi allí sentada, bajo la parra, bordando una sábana del ajuar. Bien me acuerdo que te pusiste colorada, como un tomate maduro, y yo me quedé parado, mirándote, sin saber que decir, y la pobre de tu madre me tuvo que sacar de la casa a empujones, lo mismo que yo había metido a la cabra un rato antes.
¡Qué buenos tiempos aquellos!, cuando vivía tanta gente en el pueblo, y los chiquillos jugaban al escondite, a las bolas, al trompo, al aro, al marro-cazo, al lapo…, y las mozas a la rayuela, a la comba, a los corros…, qué alegría de ver las calles llenas de gente, las mujeres yendo con cántaros a por agua a la fuente, los hombres, al anochecer, sentados en la barbacana de la plaza de la iglesia haciendo hora para juntarse en la taberna de Teófilo, para beberse unos chatos de aquel vinillo chapurreado que tanto le gustaba a mi padre tomar, acompañado de un par de tomates con aceite y sal y un buen plato de garbanzos tostados.
Pero qué te pasa, María, estás muy callada. Tienes la cara helada y no hay forma de que entres en calor, y hace ya tres días que no te levantas de esa mecedora. No tienes que enfadarte conmigo. Sí, ya sé que soy un cascarrabias y que te hago la contra, pero sabes que te quiero muchísimo. 
Anda, mujer, ven conmigo a la cama, y déjame abrazar tu alma para siempre, porque si tú te murieras yo me moriría contigo ¡¡¡Qué iba a hacer yo en este mundo sin ti!!!


imagen: lasaladellector.blogspot.com

jueves, 21 de marzo de 2019

Amor en RED

imagen: http://tunuevoamanecer.net/


Un día iré a verte, Rosita, te lo prometo. Pero aún es pronto. No es que sienta miedo de viajar a la aventura a un lugar desconocido. Tampoco es que crea que no te conozco lo suficiente. No, no es eso. Es solo que aún no he sido capaz. Estás tan lejos…
Recuerdo el día en el que te pedí amistad. No sé por qué lo hice. No había una foto de perfil tuya, tú habías subido a Facebook una bonita imagen de una puesta de sol sobre el mar, pero no decías nada sobre ti, ni una frase, ni una descripción, ni un solo comentario. Quizás fue la inmensidad del océano devorando a un sol agonizante sobre el horizonte profundo, desconocido y lejano, lo que me atrapó. O quizás fue ese sexto sentido que a veces nos empuja a lo desconocido, una corazonada, una señal sutil proveniente de otra dimensión… vete tú a saber.
Lo que sí sé es que pronto voy a ir a verte. Lo necesito, quiero sentir tu presencia, quiero ver tu luz, oír tu sonido, tocar su esencia, respirar tu aire, bañarme en tu aura.
Sí, Rosita, voy a ir a México. A tu ciudad, Rosarito. A tu calle, Bahía de Todos los Santos. Uno de estos días, cuando menos te lo esperes, voy a ir para reunirme contigo. Y caminaremos por la ciudad cogidos de la mano, sintiendo la brisa del mar, sonriéndonos, besándonos, aprendiéndonos el uno al otro. Y comeremos tacos de ternera con Salsa Pico de Gallo, sentados a la barrita de Tacos y Beers, esa taquería tan coqueta frente al mar, en sus taburetes azules y blancos, saboreando un par de cervezas Pacífico Clara bien frías, mientras me empapo de tu alma a través de tus profundos ojos verdes.
Yo ya conozco tu barrio como si viviese allí. He mirado y remirado mil veces el mapa de tu pequeña ciudad. He rastreado cada rincón con Street view, desde el hotel Quintas del Sol hasta la playa de la Bardita, desde Miramar a Lomas de Coronado, desde Rancho Chula Vista hasta Magistería. Arriba y abajo, una y otra vez por la calle Del Mar, hasta el Boulevard de Benito Juárez, y vuelta a subir hasta tu casa. Todos los días, a las seis de la mañana, hora de España, me siento delante del ordenador y recorro tu barrio de cabo a rabo, mientras espero que te conectes un ratito antes de irte a dormir, para contarnos nuestro día y arrullarnos como palomas en la red.
Tengo ganas de hacer ese viaje, Rosita, tengo ganas de conocerte en persona. Y quizás este sea mi último gran viaje. Apostaría por ello. Porque si cuando nos veamos, al fin, ambos sentimos lo que ahora en la distancia estamos anhelando, sé que me quedaré a vivir contigo para siempre, para envejecer ambos junto al Pacífico, para amarnos a diez mil kilómetros de donde nací.

Te quiero Rosita.


jueves, 27 de septiembre de 2018

Me has robado el alma




Para  E LL A y por E LL A



El viento mece los álamos, y los perros ladran fuera.
Hoy huele a tierra mojada,  como ayer.
Ahora llueve a lo lejos. Y cayó la noche otra vez,
mientras yo me aferro al néctar de tus besos.


¿Sabes amor...?
Es tu boca cáliz de beleño, que adormece;
es tu piel suave de azúcar y de melocotón, que me enloquece;
es la seda fina de tus caricias, que me enajena.

Si amor, porque me miras y me enredo prendido en tu mirada.
Si me roza apenas tu piel, trueco en marioneta aquiescente.
La brisa de tu aliento me fascina, el sol de tu risa me atrapa,
mi espíritu se eleva jubiloso arrebolado en la magia de tu perfume
y de tus susurros fluyen melodías y palabras mágicas que arroban mi mente.

Es que toda tú me embelesas, amor.
Me acunas en tu regazo, me adormeces.
Me abrazas por fuera y por dentro,
me ciñes, me absorbes, te adueñas de mí.

Ahora sé que sin la luz de tus ojos,
mi dueña, yo no soy nada.
No existo sin ti.
Ya no tengo otra voluntad
que no sea yacer en tu morada.

Tú me has robado la vida.
Tú, bella mía, sábelo bien,
me has robado el alma.




Autor: Dimas Luis Berzosa Guillén

Se marchó mi amor




Autor Dimas Luis Berzosa Guillén

jueves, 9 de noviembre de 2017

UFO

Instintivamente me puse en pie, no podía comprender qué me estaba sucediendo. De repente me había invadido una oleada de calor mareante y espesa que me sobresaltó. Una especie de flujo electrizante y enérgico me recorrió la espalda de abajo a arriba e hizo que todo mi cuerpo se estremeciera durante unos segundos, como si una mano invisible me estuviera zarandeando vehementemente. Mis manos comenzaron a temblar ateridas de frío, a pesar de haber estado sentado unos minutos antes frente al fuego de la chimenea.
Anduve unos pasos vacilantes por la habitación sin saber muy bien qué hacer ni a dónde dirigirme, y un miedo sobrecogedor se apoderó de mí. Pensé que me desmayaría irremisiblemente o, peor aún, que había llegado mi hora, e iba a morir de un momento a otro irremisiblemente.
Tambaleándome conseguí recorrer los escasos cinco metros que me separaban del dormitorio. Cuando llegué ante la cama caí de bruces, desplomándome sobre ella exhausto, y un dolor punzante e intenso en la frente me obligó a cerrar los ojos. Me sentía fatal y no comprendía qué me estaba pasando. Para no entrar en pánico hundí la cara en la almohada e intenté tranquilizarme. Puede que inmediatamente después me quedara profundamente dormido o, quizás, lo que sucedió es que perdí el conocimiento; no sabría decir qué me sucedió exactamente.
Cuando volví en mí tenía la sensación de que solo habían transcurrido unos segundos, pero también podría ser que hubiese permanecido en aquel estado de inconsciencia varias horas.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para incorporarme lo suficiente como para conseguir girarme y tenderme boca arriba sobre el colchón. Cuando lo conseguí, por fin, abrí los párpados lentamente: los pocos objetos que alcanzaba a ver se difuminaban ante mí en un color rojo pálido y daban vueltas y más vueltas alrededor de la habitación, sin detenerse nunca, como si hubieran caído dentro de un torbellino incesante.
Tenía la frente empapada en sudor y sentía en el paladar un intenso sabor metálico y ácido.
Volví a cerrar los ojos y permanecí inmóvil durante unos pocos segundos. El silencio era absoluto a mi alrededor, excepción hecha de un persistente zumbido grave y próximo que me recordaba al sonido que produce la corriente eléctrica al vibrar en cables y transformadores, pero de dónde podía proceder aquel ruido, nunca antes había escuchado nada que se pareciera a aquel extraño sonido en las inmediaciones. A aquella cabaña abandonada, situada en el centro de la explanada que se extiende sobre la meseta del Ojnarán, no llegan ni veredas ni caminos, ni mucho menos carreteras.
El núcleo urbano más próximo se encuentra a más de cuarenta kilómetros, y la única vía de acceso conocida, para alcanzar aquel paraje, es un despoblado e intransitable cortafuegos de montaña jalonado de losas de pizarra semienterradas y bloques quebrados de granito, que exhiben sus afiladas aristas surgiendo del terreno como amenazantes navajas capaces de hacer desistir de su empeño al explorador más temerario. Además, aquel desfiladero infernal termina de forma abrupta en una pared natural muy escarpada, inaccesible para los pocos excursionistas y senderistas que consiguen llegar hasta ella, y por supuesto para alcanzar la cima de la impresionante roca, que se eleva verticalmente sobre el terreno a más de cincuenta metros de altura, es preciso ser montañero experimentado y disponer de un buen equipo de escalada.
Por esta razón nunca antes, durante los once largos meses que llevaba viviendo solo en el lugar más aislado del mundo había visto a nadie, ni había oído otros sonidos que no fuesen los trinos de las aves que anidan en los árboles que circundan las explanada; los silbidos del viento ululando entre las ramas y colándose a borbotones por los resquicios de de la puerta y las desvencijadas ventanas de la cabaña; o el obstinado y adormecedor murmullo de un hilillo de agua clara y sabrosa que brota sin cesar de las entrañas de la tierra sobre una pileta natural de caliza y luego fluye por un somero cauce, serpenteante y famélico, bordeando la cabaña por su lado sur y acaba despeñándose en una diminuta cascada, sobre una laguna que el agua y el tiempo formaron  al pié del promontorio.
Mis oídos, después de tanto tiempo, se habían desacostumbrado a los ruidos molestos e insalubres de la ciudad. Ahora, por suerte, solo percibían de vez en cuando el ruidoso e insistente golpeteo de la lluvia repiqueteando sobre el viejo tejado o, como mucho, los sobrecogedores truenos de un par de dantescas y aparatosas tormentas a principios del verano pasado.
Además, tampoco podía tratarse de un zumbido eléctrico, pues el trazado de la línea de alta tensión más cercana discurre a más de dos kilómetros al noroeste. Ni, por supuesto, a algún artilugio humano motorizado, porque no hay ninguna carretera, camino, vereda o sendero que llegue hasta aquel perdido lugar de la sierra.
Volví a abrir los ojos. Un intenso y vibrante destello luminoso, proveniente del exterior, penetraba en la habitación a través de los cristales de la ventana inundando de un resplandor color rubí las paredes y los muebles, que refulgían como metal al rojo vivo.
Mientras mi cerebro trabajaba frenéticamente para intentar encontrar una explicación coherente a lo que estaba sucediendo me puse en pie indeciso. Estaba aterrorizado, pero tenía que ir a mirar qué estaba sucediendo afuera.
Entonces escuché un terrible impacto, algo parecido a una gran explosión, y la tierra comenzó a temblar fuertemente. Varios objetos cayeron de las estanterías y las maderas del techo y las paredes crujieron como si la cabaña se fuese a derrumbar. Instintivamente me refugié bajo la cama, por si el techo cedía; era de esperar que si caía sobre mí alguna de las pesadas vigas que soportaban la cubierta del cobertizo, el colchón amortiguaría el golpe.
Unos segundos después el terremoto cesó. Dejó de oírse el penetrante zumbido y la espesa luz roja desapareció.
Salí de debajo de la cama y corrí hacia el exterior en busca de la seguridad del campo abierto, pero no llegué a atravesar el porche, ¡no pude!, me quedé petrificado justo al rebasar el umbral de la puerta, sin dar crédito a lo que mis ojos estaban viendo: a unos cincuenta metros ante mí, justo en el centro de la explanada, se erguía estática una colosal esfera de color gris brillante que parecía levitar a un par de metros del suelo. Me pareció que debía ser de metal, de alguna rara aleación. El artefacto se veía desdibujado y borroso, como si estuviese apareciendo y desapareciendo continuamente.  En la parte superior de la inmensa bola, multitud de hileras de débiles haces de luz amarillenta parpadeaban sin cesar y desde la base hasta su cenit se observaban unas figuras romboidales, regularmente distribuidas por todo el perímetro de la esfera a modo de grandes gajos de naranja de color rojo, que brillaban en la oscuridad.

 …///…

lunes, 30 de octubre de 2017

sábado, 20 de febrero de 2016

Desaparecido en Lyon.

I

Alrededor de las siete de la tarde el móvil vibró un par de veces e, inmediatamente después, emitió un largo y sonoro pitido. Adela, que en ese momento se disponía a guardar la ropa que acababa de planchar, con un ágil giro de cintura desvió su trayectoria y se dirigió hacia donde se encontraba el terminal.
Se detuvo junto a la mesa del salón y, sin soltar la cesta de mimbre que transportaba con ambas manos, miró durante un momento la pantallita azul aún iluminada. El icono con forma de sobrecito parpadeaba, indicando que un SMS acababa de recibirse.

domingo, 7 de febrero de 2016

El entierro del siglo.



Pepe Paco, entre otras cosas innombrables, era un tarambana, un manirroto y un vicioso empedernido. No sabría deciros si invertía más tiempo rondando en paños menores por los pasillos del lupanar de su amiga Mati, o meneando naipes y escanciando chatos en el local de enfrente, al otro lado de la Plaza del Altozano, en el bistró de Fifí, una pequeña y acogedora taberna regentada por un conocido gabacho al que todos conocían por el apodo que le colocó Don Benedicto Mariano de los Santos Iglesias, el párroco de Santa María del Bombo, jesuita y políglota a la sazón, que fue quien le endilgó al galo, nada más verlo por primera vez, el sobrenombre de  Pierre le Faggot, para los amigos Fifí.

lunes, 25 de enero de 2016

El resurgir de Alba






Alba era para Andrés lo que un intérprete es a un compositor. Comprendía con exactitud matemática los cambios que se producían en el estado de ánimo de él y podía descifrar la melodía que manaba de su alma leyéndola, como si de una partitura musical se tratase. Siempre conseguía conjugar su cambiante tempo, ya fuese este piano, andante, allegro o prestissimo; aunque fuese tan inestable que, a veces, resultase casi imposible de seguir. 
Después de tantos años había comprendido tan profundamente el ritmo cíclico de su violenta sinfonía, que ya era capaz de rellenar los angustiosos silencios y las eternas ausencias de él con pasajes viejos de amor y recuerdos. 

jueves, 8 de octubre de 2015

Ni "nóbel" ni "rádar"... sino todo lo contrario.




Aprovechando que en sólo unos meses se darán a conocer los premios Nobel del presente año 2017, os comento que, según el Diccionario de la Real Academia Española, en el idioma castellano no existe la palabra *nóbel*.
Sí aparece en él, sin embargo, el vocablo *nobel* (pronúnciese como *papel*) cuya definición expresa el DRAE con dos acepciones:

1. [m. Premio otorgado anualmente por la fundación sueca Alfred Nobel como reconocimiento de méritos excepcionales en diversas actividades.]
2. [com. Persona o institución galardonada con este premio.]

Aunque, en principio, hemos de reconocer que el término hace referencia al apellido del ilustre científico Alfred Nobel, y puesto que los apellidos, máxime si son extranjeros, gozan de cierta flexibilidad en su acentuación y pronunciación, no debemos olvidar que, no obstante, dicha palabra *nobel* está recogida y catalogada en el DRAE y por tanto tipificada su correcta dicción para todos los  hispanohablantes. 

Es patente que existe una empecinada reticencia por parte de algunos divulgadores, medios de comunicación y otros, a pronunciar esta palabra correctamente (acentuando la "e" en vez de la "o"). Y el caso es que, existiendo otra palabra que se escribe igual (pero con -v-), véase *novel*, (adjetivo cuyo significado es: "que comienza a practicar un arte o una profesión, o tiene poca experiencia en ellos") y dado que ambos vocablos se pronuncian igual (con la misma sílaba tónica), sería de esperar que el conocimiento de la pronunciación de la segunda (novel), mucho más familiar, común y prosaica que la primera (nobel), debiera facilitar, a quienes hacen de la palabra hablada y escrita su profesión, el conocimiento la correcta pronunciación del nombre de este famoso galardón.

***
Tres cuartos de lo mismo sucede con otra palabra, muy de moda en la actualidad, que vincula la velocidad de los vehículos con la economía familiar o, como antiguamente se decía, la velocidad con el tocino; me estoy refiriendo al término *radar*. 
Aunque este término provenga del acrónimo de la expresión inglesa "radio detectión and ranging" también está recogida en el DRAE y, como nobel, tampoco lleva tilde el nombre de este maldito artefacto mediante el cual la DGT expolia a los amigos de la celeridad vehicular en carretera. 
Sin embargo, también en este caso, se suele pronunciar con asiduidad "rádar" (dicho como dólar), cuando lo correcto, en castellano académico, es "radar" (declamado como nadar).

¡¡¡ Tengámoslo en cuenta, por favor !!!

martes, 29 de septiembre de 2015

Unos párrafos de mi novela "Rufo"

Hoy Monti entró en nuestra habitación a toda velocidad, echó dos vueltas de llave y se lanzó sobre mí en plancha. Sin darme tiempo a reaccionar me tapó la boca con una mano y con el índice de la otra gesticuló con vehemencia pidiéndome que guardara silencio.
Debían de haber transcurrido treinta o cuarenta minutos, a lo sumo, desde que acabamos de comer. Yo, como siempre, tras tomar el último bocado había subido al cuarto para echar una cabezada. Ya sabes, querido diario, que eso es lo que hago todos y cada uno de los santos días aunque caigan chuzos de punta. Desde luego lo último que esperaba hoy es que nadie, ni siquiera él, viniera a fastidiarme el momento más placentero del día.
Además, Monti no es de siesta, ni de sofá. A él se lo comen los nervios si tiene que permanecer echado en un colchón o sentado en una silla durante mucho rato. La verdad es que ¡nunca para quieto! 
Después de comer, si hace frío o llueve, suele quedarse en el salón grande, jugando al pañuelo o a las peleas con los demás chavales. Cuando hace calor, como ahora, baja al río a bañarse o zascandilea solo por los campos en busca de emociones.

martes, 17 de marzo de 2015

El brillante de Cuevas de la Maganta.



 (Algunas líneas de un capítulo de mi novela, en ciernes.)

Avelino era alto, desgarbado y seco como un palo y, aunque era más bien guapo que feo, daba un poco de miedo mirarle a la cara porque, estando él en penumbra, sus vivaces ojos verdes refulgían como si tuviesen brillo propio, y cuando lo veías a plena luz sus diminutas e inquietas pupilas negras se te clavaban en el sentido intimidando al más pintado.
Seguramente era por esa mirada suya tan apabullante y siniestra por lo que le llamaban el Gato, aunque es de suponer que algo tendría que ver también la barba con la que adornaba su faz: una especie de perilla rubia y lacia acabada en dos mechoncillos casi blancos, como los que tienen las chivas de los linces ibéricos, la cual, junto con sus taimados ojillos, otorgaba a su semblante un marcado aire astuto y ladino.
El Gato vivía con su madre, María Juana Pacheco, apodada la Rica porque tras enviudar a los treinta y dos años de edad heredó de su marido, Manuel Fonseca, más conocido como Manolillo el del Brillante, una finca de olivos hermosísimos y generosos, de esos que a poco que les caigan cuatro chaparradas cómo y cuándo es menester son capaces de echar doscientos kilos de aceitunas. 
El olivar, en verdad, era una bendición, a pesar de que Paca, la Rata, amiga íntima de María Juana desde la infancia, se empeñase en que aquella finca estaba maldita y le hiciese malas tripas a la viuda con la pretendida agorería: decía la buena mujer que Manolillo había muerto tan joven por haber comprado aquel campo.

lunes, 9 de marzo de 2015

lunes, 12 de enero de 2015

Cuatro patas para un banco.



Un pájaro se posó
sobre la testa de un gato,
y mi perro, desde la casa,
los miraba todo el rato.



El maullador pregunto al perrillo,
asustado y timorato,
si a él le parecería bien
llevar sobre sus lomos a un gato,
y como el perro dijo que sí
subiósele encima ipso facto.

jueves, 4 de diciembre de 2014

La senectud de la rosa roja




Una rosa roja lloraba muy compungida.

Se lamentaba la flor, en el ocaso de su vida,

de haber perdido su belleza, su fragor, su lozanía. 

¿Qué fue de las abejas que yo otrora atraía?

gritaba la flor angustiada y dolorida,

¿dónde están ahora mis bellas mariposas?,

¿qué fue de las libélulas?, ¿qué de las mariquitas?,

que no me acarician más desde que estoy marchita.

Yo ayer era la reina del jardín, de entre todas la preferida,

de los dueños de esta floresta la más querida.

Hoy maldigo al reloj del tiempo, que no cesa,

 y a la belleza, que de mí se olvida. Eso decía.

Y el rosal que la acunaba, que hablar así la oía,

le dijo a la rosa roja de sus entrañas nacida:

Rosita, hija, no te aflijas más, querida,

que tus hermanas: mis hijas, y las hijas de sus hijas,

todas ellas envejecerán un día,

y como tú, que siendo joven fuiste tan bonita

y después menos bella, aunque sabia entonces de la vida,

así les sucederá a ellas. Y a las que ahora tu envidias,

te lo aseguro mi cielo, las dejarán de envidiar un día.

Otras vendrán que las harán a ellas viejas y malqueridas.

Porque eso, hija mía, es lo que acontece siempre: es ley de vida.


Autor: Dimas Luis Berzosa Guillén.





viernes, 7 de noviembre de 2014

Pasaje del Diario De Abordo de la nave ECAP.


En Krim-Krum existe la vida. Las criaturas más evolucionadas de este lugar son los srewolf, unos seres de color verde oscuro, temblorosos y ligeros, que se desplazan moviendo dos apéndices terminados en una suerte de hojas lobuladas que apoyan sobre el suelo con alternación. Un par de largos y flexibles zarcillos prensiles, que les brotan del tercio superior del tronco, rígido y hueco, les sirven para manipular y asirse a su mundo. Y sus cuerpos están rematados por una especie de cabellera, unos llamativos cúlmenes peludos, enmarañados y  rojizos,  a los que llaman stoor. 

miércoles, 8 de octubre de 2014

LOLA Y EL SILENCIO DE LOS LIBROS...



Mi interés por la lectura surgió por accidente, cuando yo aún no sabía que los pensamientos están hechos de frases y las frases de palabras. Por aquel entonces yo ni siquiera era capaz de intuir la existencia de las letras del abecedario. De hecho, mis hermanos y yo, conocíamos el sonido de unos cuantos vocablos solo, un par de docenas o tres a lo sumo, que eran los que oíamos más a menudo por los lugares en los que solíamos movernos, y a estos era a los únicos que prestábamos atención, si se los escuchábamos decir a alguien. No obstante, la necesidad y la experiencia nos habían enseñado a distinguir las buenas de las malas palabras: las que no representaban ningún peligro e incluso podían reportarnos beneficios, de aquellas otras, ante las que más valía echar a correr si las oías, porque significaban dolor o peligro inminente.
Pero yo iba un poco más allá, pues, con entrenamiento y sin la ayuda de nadie, había llegado a conocer el significado intrínseco de algunas de ellas, las más fáciles, por supuesto, y ya era capaz de visualizar en mi cabeza los objetos o acciones a las que hacían referencia. No me importaba invertir horas y horas en pensarlas y repensarlas, intentando asociarlas con lo acontecido inmediatamente después de que hubieran sido dichas. Así, cada noche, echaba mano de los recuerdos y me estrujaba los sesos para revisar el escenario en el que había sido pronunciada tal o cual palabra, para relacionarla con lo sucedido. Y, a base de filtrarla, ubicarla y reubicarla, siempre conseguía averiguar su significado; cosa que, por cierto, ninguno de mis hermanos hacía jamás, a ellos no les importaban las definiciones, solo se guiaban por la entonación, la velocidad y el énfasis de las declamaciones y en función de ello actuaban. Pero, a pesar de mi dedicación, en realidad no eran muchos los vocablos que yo podía comprender, sobre todo porque en nuestra familia, como es lógico y normal, las palabras siempre estuvieron incuestionablemente prohibidas.

Pero empecemos por el principio. Mis tres hermanos y yo nacimos en verano, a las afueras de un pueblecito cálido y tranquilo, cerca del mar. Nuestro padre nos abandonó, como suele pasar siempre, mucho antes de que tuviera lugar nuestro alumbramiento, y nuestra madre tuvo que sacarnos adelante sola. En aquel lugar la comida escaseaba, así que nos vimos obligados a echarnos a la carretera en busca de otro sitio, en el que a mamá le resultase más fácil encontrar víveres para alimentar tantas bocas. Anduvimos por el campo extraviados, hasta que por fin, cuando estábamos casi exhaustos, al atardecer del tercer día, encontramos una bonita granja de cerdos, y en ella un confortable establo de madera lleno de alfalfa, paja seca y cimbeles de esparto. A todos nos encantó el lugar. 
El granjero, un vejete alegre y cantarín, fue muy amable con nosotros. Aunque su esposa, una señora rolliza y gritona que nunca abandonaba la casa y siempre estaba sentada en una gran silla de ruedas motorizada, no dejaba de amenazarnos desde el porche con un largo bastón. Él viejo nos proveyó de agua y pan desde el mismo instante en que llegamos, sin pedirnos nada a cambio. Y no dejaba de acariciarnos nunca. Si he de ser sincera, yo creo que se apiadó de nosotros por la belleza de mamá.
Recuerdo que aquel día llovía a mares. Justo acabábamos de acomodarnos sobre unas esteras secas, cuando Jeremías nos descubrió en el granero. Mis hermanos y yo estábamos temblando de miedo. Pero mamá era muy valiente, y tenía aquella mirada intensa y especialísima capaz de ablandar el corazón del hombre más rudo. Bastaron apenas unos segundos. Mamá aleteó sus grandes pestañas, y Jeremías calló rendido a sus pies, se marchó por donde había entrado sonriendo, disimulando, como si no nos hubiera visto y volvió al cabo de un rato, tarareando una cancioncilla, con un plato lleno de cuscurrones de pan revueltos con briznas de tocino, y una gran vasija de barro llena de agua limpia y fresca. Fue entonces cuando  mamá decidió que  pasaríamos allí el invierno. 
Tras unos días de zascandileo por la zona, una noche descubrí, cerca de la granja, una enorme y vetusta mansión abandonada y medio derruida. Entré a olisquear y al llegar al ático me encontré con un anciano vagabundo, afable y gentil. Nos hicimos amigos inmediatamente. Pero, aunque a ambos nos gustaba pasear juntos, nos veíamos poco, pues el hombre, cada día, se marchaba a la ciudad al despuntar el alba, para recoger utensilios en buen estado, de los que la gente tira a los contenedores por aburrimiento o por desidia, él en cambio los vendía, y así obtenía dinero con el que comprar víveres, que a veces compartía con nuestra familia desinteresadamente. 
Había un olor especial en aquella casa que a mí me atraía con un magnetismo especial. Me encantaba estar allí; husmear en sus rincones; perderme en sus recovecos; explorar sus alacenas; corretear por sus largos pasillos. Todo en ella me resultaba agradable. A mis hermanos, al principio, también les gustaba ir a la casona, aunque en realidad a ellos lo que les atraía era el olor de los restos de comida que siempre encontrábamos sobre la mesa del vagabundo. Por eso, desde que el hombre dejó de habitar el ático y ya no había nada que echarse a la boca, se hacían los remolones para no ir. Menos mal que no les servía de nada, pues mamá, que como yo estaba obsesionada con aquel lugar, en cuanto brillaban los primeros rayos de sol soltaba un par de gruñidos y echaba a andar, y a ellos no les quedaba más remedio que seguirla. 
Cada mañana nos colábamos por un estrecho hueco excavado en la tierra bajo la verja de hierro del jardín. Ella pasaba primero y luego, tras asegurarse de que no había peligro, nos colocaba en fila india y nos empujaba a través de un angosto sendero, que habíamos esculpido entre todos en el follaje asilvestrado a base de pasar un día y otro por el mismo sitio, rompiendo las ramas con nuestras cabezas y nuestros cuerpos, haciéndonos incluso heridas en la piel en muchas ocasiones. Una vez dentro de la casa solo pensábamos en jugar. Quique, Lobo y Calcetín subían a la planta de arriba y luego regresaban a la de abajo deslizándose por el faldón de la baranda de madera. A mí también me gustaba jugar con ellos, como es lógico y normal, pero aquel lugar despertaba mí instinto investigador, por eso me escabullía de vez en cuando dejándolos solos, para explorar. Muchas veces entraba en el salón grande, reptando por la gatera, y observaba a mi madre echada en el suelo, junto al ventanal de los vidrios empolvados. Allí solía estar ella siempre, era su rincón preferido. Se la veía completamente abstraída, con sus grandes ojos marrones muy abiertos, la respiración acelerada y la lengua fuera. Llegaba incluso a babear mientras miraba fijamente aquellos extraños objetos hechos de pasta de celulosa y pigmento negro en los que, sin embargo, mis hermanos y yo solíamos orinar atraídos por el intenso tufo a lignina que emanaba de los más viejos y deteriorados, o por el fortísimo olor de algunos otros, que trascendían a pegamento, a madera fresca y a pieles de animales. 
Un día, mientras jugábamos en la habitación de Lucas el vagabundo, encontré dentro de un armario medio abierto, liado en una servilleta de tela, un suculento trozo de pan duro impregnado de un atrayente olor a manteca de cerdo. Ipso facto, Quique, mi nigérrimo hermano, intentó arrebatármelo, pero yo, que soy más corpulenta que él, le enseñé los dientes y él desistió. Así que salí fuera, busqué un lugar tranquilo apartado de miradas indiscretas, y me tumbé al sol a merendar. Me disponía a dar buena cuenta del suculento festín cuando, de nuevo, apareció Quique remoloneando y se tumbó a un par de metros de mí, dejando claro con su actitud que no tenía intención de pelear por la comida, cosa que por supuesto agradecí. Desconfiada, mordí el pan sin dejar de mirarle de reojo. De repente él farfulló, mascullando entre dientes, que tenía un secreto mágico y que estaba dispuesto a compartirlo conmigo a cambio del oloroso y sugestivo panecillo. Le miré dubitativa. Aún no había comido nada esa mañana y no me hacía ninguna gracia seguir con el estómago vacío. Pero soy demasiado curiosa, así que acepté y le entregué el pan con desgana. Quique me contó, mientras yo babeaba compungida observándole devorar aquel manjar, que había descubierto algo realmente inquietante y terrible. Me dijo textualmente: -Hermana, he descubierto que los libros le hablaban en silencio a nuestra madre-.
¡Me quedé estupefacta! Era tan absurda la afirmación, que incluso pensé que me había dejado engañar como una pardilla por aquel orejotas tontorrón. Pero después caí en la cuenta de que él no era lo suficientemente inteligente como para urdir una estratagema con el único propósito de hacerse con mi comida. Ni siquiera lo era para inventar una historia tan inverosímil. Quique es como la inmensa mayoría de mis congéneres. Él tampoco utiliza su mente, sino la violencia, para intentar hacerse con aquello que desea. Así que, después de pensarlo bien, empecé a tomar su afirmación en serio. Aunque yo estaba segura de que aquello no podía suceder de ninguna de las maneras, porque los objetos no tienen vida, ni tienen boca. Y, por ambas razones, no pueden pronunciar palabras. En todo caso, a lo más que pueden llegar es a producir sonidos pero, para que ello suceda, alguien o algo, como el agua o el viento debe moverlos, o golpearlos. Y aun así, de cualquier forma, lo que escapará de ellos siempre será solo ruido sin sentido, sin ningún significado.
Pero al parecer Quique tenía pruebas de lo que afirmaba. Aseguraba que el día anterior, mientras dormitaba en el porche, había escuchado a mamá musitar miles de palabras durante horas. Según me contó al principio no le dio demasiada importancia, pues supuso que nuestra madre tenía una pesadilla; todos las tenemos de vez en cuando, y cuando esto sucede sabemos que nos movemos, pataleamos e incluso gemimos, lloramos o gritamos. Pero él se dio cuenta de que no podía tratarse de eso pues estaba durando demasiado tiempo. Por otra parte, eran muchas, seguramente demasiadas, las palabras que mamá susurraba, y ella no podía conocer tantas. Así que se incorporó con sigilo y fue a mirar más de cerca a través de la ventana, para intentar averiguar qué estaba sucediendo exactamente. 
Dijo que entonces vio a nuestra madre extasiada, pasando con extrema suavidad las hojas de un libro muy antiguo, recorriéndolas lentamente con la mirada, y deteniéndose en cada una de esas manchitas negras, que parecen moscas deformes estrujadas en el papel, mientras recitaba sin cesar palabras muy raras como si alguien se las estuviese chivando al oído. 
Él quiso mirar aún más de cerca, y avanzó sobre el alfeizar de la ventana. Pero la tabla, que estaba suelta, se deslizó y Quique calló rodando al interior de la habitación con gran estrépito. Él afirma que mamá, en ese momento, cerró el libro de un manotazo y lo escondió bajo su cuerpo.
Aquella historia llamó poderosamente mi atención, y dediqué muchas horas a pensar en ello, pero yo aún era demasiado joven entonces, así que pronto me olvidé del asunto.
Aunque a partir de entonces algo cambió en mí. Hasta aquel día yo siempre había creído que lo que mamá hacía era oler los libros, atraída como nosotros por aquel olor tan especial, pero desde el mismo momento en que supe lo acontecido en la biblioteca empecé a pensar que quizás verdaderamente no los olía, sino que, en realidad, se comunicaba con ellos.
Pero, si de verdad los libros le hablaban a mamá ¿qué podían decirle a ella aquellos tacos de hojas lavadas llenas de manchas de tinta negra? ¿Qué había en los libros que hechizaba a mi madre hasta el punto de olvidarse de nosotros, a pesar de la farra que siempre formábamos? 
La curiosidad me corroía las entrañas, así que decidí que lo mejor que podía hacer era preguntárselo a ella directamente. Y, un buen día, ni corta ni perezosa, me acerqué y le solté a boca jarro: -Mamá, sé que los libros te hablan en silencio y tengo pruebas de ello-. 
Ella me miró de hito en hito, entre confundida e irritada. Al pronto se enfadó mucho y negó que aquello estuviera sucediendo, pero inmediatamente relajó la mirada, entornó sus bonitos ojos de caramelo y abanicando como solo ella sabía hacerlo sus largas y curvadas pestañas, como si fueran vivaces mariposas negras aleteando sobre su cara, me dijo: -Voy a revelarte un gran secreto hija mía, pero has de prometerme que lo que yo te cuente ahora no se lo dirás a nadie nunca, ni siquiera a tus hermanos. 
-Por supuesto que si mamá -le dije-, te lo prometo. Y entonces ella me contó esta increíble historia que os voy a contar. 
Pero antes de entrar en más detalles sobre aquel relato sorprendente de mi madre, queridos lectores, creo que ya es hora de que me presente formalmente. 
Me llamo Lola. Acabo de cumplir diez años, y soy una Border Collie. Por cierto, dicen que somos la raza canina más inteligente del mundo, y he de deciros al respecto que yo, después de haber tenido el privilegio de conocer a mi madre, también lo creo firmemente. Aunque, también os digo, que mis hermanos deben ser la excepción que confirma la regla, con todo el cariño del mundo hacia ellos, pero esa es la pura verdad. Por cierto, les perdí la pista a los tres cuando murió mamá, hace ahora siete años. Entonces decidimos separarnos para conocer mundo y cada uno se fue para un lado. Espero que todos hayan encontrado un buen lugar para vivir, como el que yo tuve la suerte de encontrar. Aunque conociéndolos me temo que alguno de ellos ni siquiera duerma cada noche bajo techo.
Quique es un poco lelo y demasiado glotón, claro que también es muy noble y muy guapo. Heredó la mirada y las increíbles pestañas de mamá, y también su lindo pelo negro zaino. Es el que más le parece a ella, incluso tiene una mancha blanca en forma de lágrima en el pecho, como mamá.
Seguro que él sí encontró una buena familia, y vive confortablemente, rodeado de comida y al servicio de un buen amo, que lo quiere y lo mima. Ojalá.
Lobo es también negro y blanco. Fue el penúltimo en nacer. Él es el más vivo de los tres. El único problema con él es que es un poco rudo; bueno más que rudo, en honor a la verdad y para no andar con eufemismos, he de reconocer que en realidad es un bruto de mucho cuidado. Desde muy pequeño discutía por todo, y siempre andaba metido en jaleos y grescas. Más de una vez tuve que lamerlo durante días para curarle las heridas que le hacían los gamberros del barrio. A veces desaparecía durante días y cuando volvía a la granja no parecía ni su sombra. Mamá decía que era un caso perdido porque había salido a nuestro padre, en lo arrogante y en lo intransigente, y esas son enfermedades que solo pueden curar los años, y en mucho casos sólo la muerte. Estoy convencida de que él no ha sido capaz de adaptarse a las normas de ningún amo y andará por ahí, metido en alguna banda de perros callejeros. Espero que no.
Calcetín es el más joven. Tiene el cuerpo cubierto de suave pelo negro, excepto las patitas, el contorno del ojo derecho y una graciosa aspa en el pecho, que son de un blanco radiante. Es muy canijo, eso sí. Cuando los demás ya andábamos por ahí revolcándonos y olisqueándolo todo, él aún casi no podía valerse por sí mismo y mamá tenía que llevarlo de un sitio para otro dentro de un calcetín que agarraba con los dientes para no dañarlo. De ahí su mote. El pequeño calcetín nació un poco enfermo y se crió muy débil, tanto que, a veces, llegamos a pensar que no sobreviviría. Pero el pequeñajo es todo voluntad y consiguió salir adelante, con la ayuda de mamá, claro. Además es el ser más bueno que os podáis imaginar, tiene un corazón que no le cabe en el pecho. Aunque también tiene un par de “peros”, como por ejemplo que es demasiado confiado, de hecho es capaz de creer cualquier cosa que le cuenten, por imposible que parezca, sin cuestionarlo. Además es inquieto, pesado e inoportuno. Él va a lo suyo siempre, e intenta que los demás atiendan sus antojos sin tener en cuenta si es o no buen momento para ello.
Ese chiquitín es el que más me preocupa. Puede que ande sufriendo reveses. Y cambiando de casa continuamente. O, a lo peor, puede que algún truhan lo haya embaucado y lo tenga a su servicio, realizando fechorías en los arrabales. ¿Quién sabe? Es muy triste no saber nada de ellos.

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Autor: Dimas L. Berzosa Guillén

miércoles, 16 de julio de 2014

Desaparecido en Lyon.

Breve fragmento del segundo capítulo de DESAPARECIDO EN LYON (novela).

Arturo tendría unos cincuenta años de edad. Su mirada profunda, y el brillo especial de sus expresivos ojos azules, hacían que pareciera mucho más joven.
Exceptuando su pelo, que ahora era cano y escaso, a Adela le pareció que no habían pasado los años por él. Además, estaba mucho más delgado, lo que le hacía parecer más alto. 
Vestía una magnífica camisa de seda blanca, seguramente hecha a medida a juzgar por lo bien que le quedaba, adornada con un par de bonitos gemelos de oro con pequeños granates engastados y un sujeta corbatas a juego, con un águila dorada en el centro, que lucía imponente sobre una magnífica corbata de raso negro surcada por finas líneas multicolores. E iba enfundado en un caro y flamante traje de color gris marengo de suave paño de primerísima calidad.
Arturo se acercó a ella sonriente y la abrazó. Hacía unos minutos que Adela había llegado a la cafetería del aeropuerto. Lo esperaba nerviosa, deseando subir cuanto antes al Airbus que debía llevarlos a Lyon.


domingo, 6 de julio de 2014

Tres en veintiuno.

Un  fragmento del inicio del primer capítulo de TRES EN EL VEINTIUNO (novela).



El despertador del móvil reprodujo a todo volumen un corto fragmento de “Air on the G String”, la soberbia y sempiterna obra de Bach. Luego la música cesó y el artilugio comenzó a vibrar incesantemente repitiendo interminables tandas de ruidosos golpeteos mientras serpenteaba desbocado por la superficie acristalada de la mesita de noche. 
El doctor Orate Odalach, medio aturdido aún, asomó su cabeza por entre media docena de almohadas de raso blanco e hizo un barrido de reconocimiento abriendo las orejas y girando su cabeza en redondo para intentar averiguar la procedencia de la fastidiosa barahúnda. Tras localizar la fuente de su desvelo y reponerse del sobresalto frunció el ceño malhumorado y alargó el brazo para acallar los monótonos cencerreos del cargante artilugio. 
Exactamente cuatro milisegundos más tarde sus párpados cayeron pesadamente cual dos muros de hormigón arrojados desde lo alto de un edificio y volvió a quedarse profundamente dormido mientras un hilillo de saliva, que escapaba sigiloso por entre la comisura de sus labios, se abría camino hacia las sábanas de raso blanco serpenteando entre los pelos de su barba. 


miércoles, 11 de junio de 2014

lunes, 9 de junio de 2014

Tejeduría de lux.

Breve fragmento del primer capítulo de mi novela en ciernes: TEJEDURÍA DE LUX.


CAPÍTULO I

Tocaba a su fin la primavera de mil novecientos nueve, cuando nació Agapito, fruto del amor, inefable, por cierto, para casi todos los que conocían bien a sus progenitores, entre Agustina Ponte Abajo, hija única del fundador de la compañía zapatera Opa-Denguno, y Casimiro Mira Salido, un clérigo salmantino arrepentido, que abandonó los hábitos súbitamente por amor a ella, yendo a casarse, en primeras nupcias, claro, pues era cura entonces, con aquella zurumbática y, mire usted por donde, sin embargo adinerada mujer.

viernes, 6 de junio de 2014

miércoles, 4 de junio de 2014

Diálogos. Ceres y Nicomedes. I

Queridisimo amigo, mi admirado Ceres,
dime tú, que tan sabio eres,
de la vida de las gentes qué prefieres:
¿pelo negro o blancas sienes?,
¿seres legos u omniscientes?,
¿farra, ruido o días silentes?,
¿garra y brío o mar de aceites?