jueves, 15 de mayo de 2014

Retales de mi infancia


EL SUBMARINO

Aquella tarde, como casi todas a mis doce años de edad, había quedado con mi buen amigo Paco, el enterrador lo llamaba yo, porque le dio durante una larga temporada por acompañar a todos y cada uno de los entierros que se oficiaban en nuestro pueblo. No importaba si el finado era joven o viejo, hombre o mujer, rico o pobre, gitano o payo..., en cuanto las campanas de alguna de las dos iglesias del pueblo tañían su melodía de triste y pausada cadencia llamando a sepelio, Paco aparecía en el portal de mi casa, compeliéndome a que le acompañara en aquel místico acto de caridad. 
A pesar de que muchas veces no nos unía ninguna relación con el difunto; y en la mayoría de las ocasiones ni siquiera con ninguno de sus familiares más alejados, ambos, él libremente, y yo constreñido por él, nos presentábamos en el domicilio donde se había producido el óbito, y con pasmosa diligencia atravesábamos estancia tras estancia; Paco erguido y solemne; yo tras él, abochornado y rojo como la grana, pegado a su espalda en un vano intento de pasar desapercibido bajo decenas de miradas lánguidas y compungidas, hasta llegar junto al cuerpo exánime donde, de pie, permanecíamos los dos en silencio.
Él, inexpresivo, parecía sumirse en un inexplicable trance; yo, nervioso, me debatía entre la excitación morbosa que me producía estar inmerso en situación tan escatológica y la necesidad acuciante de salir inmediatamente de allí. 
Pasaban los minutos, y a mí, con ese "olorcillo" del cuerpo en descomposición entre rancio y dulzón que inundaba la habitación; el murmullo sordo y pertinaz de los presentes; los llantos desgarradores de la mayoría de las mujeres; las sombras tenues y fantasmagóricas que producían las llamas trémulas de las velas; y la imagen del cadáver envuelto hasta el cuello en el sudario dentro de su ataúd, me embargaba un sofoco mareante y se me saltaban las lágrimas. 
Menos mal que, al fin, las campanas avisaban, tocando por última vez que había llegado la hora de ponerse en marcha. Solo sus lánguidos tañidos conseguían sacarme de aquel estado de enajenación, y así volvía a la realidad tangible de mi adolescencia. Entonces era cuando Paco, con majestuosa solemnidad, me entregaba uno de aquellos voluminosos cirios fúnebres y él se quedaba con otro, para procesionarlos ambos ante la comitiva.
Instantes después, los familiares más allegados cargaban con el féretro, y todos salíamos desfilando, tras el cura y el sacristán en procesión hasta la iglesia. 
De vez en cuando, algún familiar retirado, venido de fuera, se acercaba a nosotros, nos miraba enternecido y acariciaba nuestra nuca consolándonos; como si en en verdad fuésemos dolientes. Entonces, a Paco, como sólo saben hacer los grandes actores, le brotaban dos gruesas lágrimas que resbalaban por sus mejillas, mientras el que había venido a alentarlo intentaba asociar su fisonomía con alguna rama de la familia y le preguntaba: chico...tú eres hijo de fulanito ¿no?, y mi amigo, con el rictus más tétrico del que era capaz, movía la cabeza a un lado y a otro negándolo, sin dejar nunca de mirar al frente con la mirada perdida. Y yo, metido en papel, lo sujetaba por la cintura e intentaba consolarlo, sin saber muy bien de qué o por qué tenía que hacerlo, hecho un lío ya; y los dos caminábamos delante del ataúd, como si fuéramos los verdaderos protagonistas del acto.
Claro, a mí, en esos momentos, me venían unas ganas irresistibles de reír, pero me mordía los labios y miraba al suelo disimulando; aunque siempre lo pasaba francamente mal. Así es que, como podéis imaginar, era escuchar el toque fúnebre de las campanas y demudarme. 
Pero… ¿Qué podía yo hacer? no quería perder su amistad por nada del mundo, además no todos los días había “muerto” y al fin y al cabo esta obsesión no le iba a durar para siempre. Así que, resignado mientras duró, tantas veces tuve que hacerlo que, con el tiempo, llegué a contemplar la lividez de los muertos, a los que acompañábamos, sin inmutarme siquiera. 
Nunca me gustó esta afición de Paco a los entierros, aunque suponía que en el fondo debía ser algo loable, ya que su madre, una buena mujer, exageradamente fervorosa y pía, solía decirnos, hijos míos, bienaventurados serán los misericordiosos, por eso vosotros ayudad siempre al prójimo. A Paco debió parecerle que la misericordia, por la que tanto abogaba su madre,  consistía en enterrar a los prójimos, y como era tan extremadamente contumaz él cumplía con su supuesta obligación al pie de la letra.
Paco y yo éramos amigos desde el mismo instante de nuestro alumbramiento. Su padre: Francisco, veterinario del pueblo, y el mío: Miguel, comerciante de tejidos, habían crecido juntos y fueron buenos amigos siempre, y siempre compartieron los momentos de solaz, como si más que amigos fueran familia, así que nosotros éramos como hermanos.
Un par de años antes, mi amigo se había quedado huérfano de padre, a causa de una fatal enfermedad que debilitó a aquel buen hombre, tan alto y enjuto, hasta acabar con su vida. Hubo entonces un funeral multitudinario en el pueblo, para honrarle, al que asistieron, además de la inmensa mayoría de los vecinos, personas y autoridades de toda la comarca. Seguramente por eso su madre alentó a Paco para que asistiera a tantísimos entierros, para corresponder a toda aquella gente que estuvo en el de su marido. 
Pero esa tarde, por suerte, no había entierro, así es que después de salir de la escuela de Doña Gloria; aquella señorona “esférica” y “enmoñada” que tanta voluntad ponía para que aprendiéramos los nombres de todos los ríos de España, aunque yo me opusiera a tan loable empeño argumentando en mi favor que ya conocía los nombres de todas y cada una de las albercas del pueblo, la mayor de las cuales: la de “los hondos”, aún conteniendo veinte o treinta mil litros de agua (según me había explicado mi padre) no aparecía en el libro, así que no haría nada por aprender aquellos nombres mientras no inscribieran nuestras albercas en la enciclopedia. 
Al terminar las clases, Paco y yo abandonamos nuestras carteras bajo uno de los baúles del recibidor de la vieja escuela, y corrimos como si nos fuera la vida en ello, hacia aquella casa de la calle Toscas, donde vivía la familia Roa.  
Su madre, Dolores, nos preparó sendos "barcos" de pan tierno, a los que retiró parte de la blanca moya, ahuecándolos, para dejarlos casi exclusivamente en la corteza amarillenta, que con la miga compactada formaba una especie de recipiente, cuyo interior regó con un largo y brillante chorro de oloroso y denso aceite de oliva, luego espolvoreó sobre cada uno de ellos un buen puñado de azúcar, y nos entregó aquel manjar acompañado de una gran onza de chocolate Pérez.
Resuelto el avituallamiento, nos dispusimos a llevar a cabo el experimento que habíamos previsto para aquella jornada.
Estábamos a punto de salir, cuando Paco, como solía hacer casi siempre, me entregó su pan con aceite y la onza de chocolate y me pidió que se los sujetara mientras él iba "un momento" al retrete de la planta baja.
Tenía el muchacho la fea costumbre de hacerme esperar así, mientras él tan obscenamente se aliviaba en el “trono”, yo, de esa guisa, con las dos manos ocupadas y la boca hecha agua, a punto de ahogarme en mi propia saliva, miraba sin poder hincarles el diente a aquellos manjares, y lo maldecía para mis adentros. Él mientras, ufano, se abstraía en la lectura de un viejo tebeo y se extasiaba con el placer de sus deposiciones, por supuesto sin ninguna consideración hacia mí. 
Pasaban los minutos, y el oro líquido se filtraba a través de la corteza del pan humedecido, y resbalaba por mis manos y brazos hasta gotear sobre el suelo desde mis codos, mientras mi olfato percibía el fétido olor que emanaba por las grietas de la puerta del retrete. Ahora entiendo por qué nunca más volví a aceptar aquellos jugosos manjares; a partir de aquel día me prometí que nunca más volvería a comer pan con aceite, aunque hoy, con toda seguridad, haría una excepción.
Por fin, nos encaminamos hacia las “riscas”, mientras dábamos buena cuenta de la merienda. Al llegar a la ex-colegiata de Santiago, se cruzó en nuestro camino Don Jesús, el Párroco, vestido con su larga y negra sotana. Paco tenía la costumbre de besar los orondos anillos rojos que el cura lucía en su dedo corazón, y yo no iba a ser menos, así es que asiendo aquellas manos blancas y sudorosas, más que darle, asesté un par de besos en los anillos de Don Jesús, y él hombre, agradecido, nos correspondió acariciándonos el pelo con su mano izquierda mientras con la derecha hacia un par de movimientos arriba y abajo y a derecha e izquierda, dibujando en el aire algo parecido a una cruz. Luego continuó su camino sonriendo satisfecho, con sus manos entrelazadas en la espalda, mientras nosotros nos alejábamos corriendo.
Como tantas de las cosas que solía hacer Paco, que a mí me parecían que solo eran manías, tampoco sabía muy bien el significado de esta, pero prefería callar para no hacer patente mi ignorancia, no fuera a ser que yo hubiera asistido distraído (y, por tanto, hubiera pasado por alto el significado de aquella acción) a alguna de las charlas explicativas que nos daba su madre los domingos sobre Dios y los curas. 
Casi habíamos salido del pueblo cuando le mostré a mi amigo el objeto de aquella expedición. Como habíamos convenido el día anterior, yo había cumplido mi parte sisando del cajón de la mesita de noche de mi padre un paquete casi completo de cigarrillos; y él, cumpliendo la suya, se había agenciado una vieja caja de cerillas que contenía al menos un par de fósforos.
A unos mil metros del pueblo, al final de las eras de la trilla, había un prolongado terraplén, y en lo más alto de aquel despeñadero, había una inmensa roca de granito que emergía majestuosa sobre la hierba, recordando la figura de un barco en medio del mar. En el centro de la roca, como si se hubiese hecho a propósito, existía un hueco vertical con forma de cabina, en cuyo interior cabían dos personas holgadamente. Nos introducíamos en aquél agujero y nos sentábamos en el suelo, después colocábamos sobre la entrada una losa de pizarra, a modo de escotilla, y por un agujero más pequeño asomábamos un largo palo, a modo de periscopio, por eso le llamábamos “el submarino”.
Una vez tomamos posesión del puesto de mando y nos acomodamos en él, prendí uno de aquellos fósforos. Sin mediar palabra Paco tomó el primer cigarrillo y se lo puso entre los labios, le acerqué la llama mientras él daba una larga calada, después me pasó el “celtas corto”, del que yo también di buena cuenta.
Así uno tras otro, encendiendo un cigarrillo en la candela del anterior; para ahorrar cerillas, fuimos consumiendo todos los cigarrillos del paquete, hasta quedar exhaustos de tanto aspirar humo.
Se nos fue la tarde. Era ya casi de noche cuando, entre tos y tos, balbuceé que deberíamos regresar al pueblo. Paco tenía la mirada perdida y ninguno de los dos conseguíamos levantarnos del suelo. Evidentemente habíamos cogido una señora cogorza; la sangre me bullía; y la cabeza me dolía como si me fuera a estallar.
Tambaleándome, conseguí salir del submarino, y a horcajadas me encaramé en el exterior del agujero, después tiré de mi compañero para sacarlo también a él. Cuando ya casi lo habíamos conseguido, y mientras se deslizaba desde lo alto de la roca hasta el suelo, Paco quedó cabeza abajo y, en ese preciso instante, seguramente a consecuencia del trajín, brotó de su garganta un caño oscuro y mal oliente que me bañó de pies a cabeza: ¡el infeliz había vomitado toda la merienda sobre mí! 
Ahora ya no tenía duda: “odiaba el pan con aceite y chocolate”, lo había aborrecido para siempre.
Embadurnado en aquella asquerosa sustancia, vacilante y resentido, con un tremendo dolor de cabeza que no me dejaba pensar, y haciendo caso omiso a los gritos de socorro de mi amigo, corrí atravesando las eras y me dirigí hacia el pilar del matadero; una balsa artificial de unos cinco o seis metros cúbicos que servía de abrevadero a los mulos y burros del pueblo y, sin pensármelo dos veces, me sumergí en sus frías aguas. 
Era un día de primavera, muy próximo ya al verano, y tan tarde que que comenzaba a caer la noche sobre la plaza de los caños, desierta a esas horas, y apenas iluminada por la paupérrima luz de una bombilla amarillenta y sucia que proyectaba la sombra de mi cuerpo maltrecho sobre una pared blanqueada de cal.
Al momento llegó el rezagado y comenzó a lavarse las manos y la boca, después metió la cabeza en el agua y se secó. Me ofreció su pañuelo, para que pudiera secarme yo también, pero naturalmente no lo acepté, todo me olía a vomito. Así que totalmente empapado; muy enfadado con Paco; y prometiéndome a mi mismo no volver a fumar nunca, emprendí la subida por la calzada de la cañada, en dirección hacia mi casa.
A la altura de la calle Calvario, Paco y yo nos separamos sin cruzar palabra, sin siquiera mirarnos. Cada uno tiró para su lado, como si no nos hubiésemos visto nunca, como si no nos conociésemos. 
Le conté a mi madre, entre estornudo y estornudo, una increíble historia sobre unos gitanos que nos habían perseguido y obligado a fumar muchos cigarrillos y después nos habían pegado y tirado al pilar. No se quedó muy convencida. De hecho no creo que creyera ni una sola palabra de aquel folletín que le conté. Pero, desde luego, no iba a jugármela explicándole la verdad de lo ocurrido. Así es que, todo quedó en nada. Después de amenazarme con decírselo a mi padre; darme dos merecidas “tortas”; y sentenciarme a un hipotético encierro de un par de días, mi santa madre me aseó y me hizo tragar dos gruesas tabletas de okal. A los pocos minutos, metido en mi mullida cama, enfundado en mi confortable pijama de franela, me quedé profundamente dormido.

Escrito por: Dimas Luis Berzosa Guillén


2 comentarios:

  1. Me gusta mucho como cuentas historias, que no son fáciles de escribir. En mi imaginación me fluyen ideas pero plasmarlas cuesta y sobre todo cuesta hacerlo tan bien.
    Te animo a seguir escribiendo.
    Saludos desde Silla

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    1. Increíble me has transportado a los 70 enhorabuena muy bueno.
      Abrazas de tu amigo Pedri.

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