domingo, 6 de julio de 2014

Tres en veintiuno.

Un  fragmento del inicio del primer capítulo de TRES EN EL VEINTIUNO (novela).



El despertador del móvil reprodujo a todo volumen un corto fragmento de “Air on the G String”, la soberbia y sempiterna obra de Bach. Luego la música cesó y el artilugio comenzó a vibrar incesantemente repitiendo interminables tandas de ruidosos golpeteos mientras serpenteaba desbocado por la superficie acristalada de la mesita de noche. 
El doctor Orate Odalach, medio aturdido aún, asomó su cabeza por entre media docena de almohadas de raso blanco e hizo un barrido de reconocimiento abriendo las orejas y girando su cabeza en redondo para intentar averiguar la procedencia de la fastidiosa barahúnda. Tras localizar la fuente de su desvelo y reponerse del sobresalto frunció el ceño malhumorado y alargó el brazo para acallar los monótonos cencerreos del cargante artilugio. 
Exactamente cuatro milisegundos más tarde sus párpados cayeron pesadamente cual dos muros de hormigón arrojados desde lo alto de un edificio y volvió a quedarse profundamente dormido mientras un hilillo de saliva, que escapaba sigiloso por entre la comisura de sus labios, se abría camino hacia las sábanas de raso blanco serpenteando entre los pelos de su barba. 


Instantes después, el hombrecillo, como si hubiese sufrido una descarga eléctrica, saltó repentinamente de la cama y se plantó en medio de la habitación con la cara desencajada. 
-¡Señor Odi!, ¡señor Odi!, venga aquí ipso facto  –vociferó, mientras manoteaba sacudiéndose la larga cabellera blanca desesperadamente- ¡tengo algo en el pelo que me está mordiendo con saña el cuero cabelludo y creo que moriré si usted no lo remedia inmediatamente! -exclamó alarmado, y siguió gritando: Señor Odiiii… Quíteme esto de encima… ¡Quítemelo ya, por favor!
Su leal asistente, el Señor Odi, que dormía plácidamente en la habitación contigua, ingresó como una exhalación en la alcoba con una zapatilla en una mano y un ejemplar trasnochado de “Le Monde” enrollado a modo de cachiporra en la otra dispuesto a hacer frente a lo que fuere menester para liberar a su jefe del apuro, pero en vez de a un hombre en peligro encontró a Orate calmado y ufano, cepillándose apaciblemente su profusa melena con una amplia sonrisa dibujada en la cara.

-¿Qué le sucedió doctor?- inquirió jadeante-, por sus gritos inferí que le ocurría algo realmente malo. Pensé que podía tratarse de un ataque al corazón. Gritaba usted como si le estuvieran arrancando la piel. Por todos los diablos señor... le aseguro que me ha asustado usted mucho.

-Pues ya ve que no pasa nada. Relájese, querido –declaró el doctor de forma distendida mientras daba golpecitos con la palma de su mano sobre el terciopelo rojo del divan insinuando a su hombre de confianza que fuese a sentarse a su lado.
Créame Odi– continuó diciendo- solo ha sido un malentendido neuronal… La presión de todos estos días de trabajo intenso preparando mi exposición. Además usted sabe que mi médico, el Doctor Oloc, me ha recomendado encarecidamente que no reprima ningún deseo o antojo. Él opina que debo dejar fluir libremente todas y cada una de mis emociones sin reprimirlas ni contenerlas en modo alguno. Y esta que hace unos minutos me abordó, mi fiel Odi, créame, ha sido una auténtica e innegable experiencia terrible y emocionante en la que una legión de virus devoraba inexorablemente mis neuronas una tras otra, mientras usted observaba el festín con inexplicable pasividad, lo que justifica sobradamente mi conducta ¿no cree...? Por supuesto usted dirá que no había por qué alarmarse, dado que yo, tras despertar, era consciente de que en realidad la tragedia solo habría trascurrido en mi sueño y bla, bla, bla… Pues sí, de acuerdo, es verdad, era consciente de que sucedió en lo más profundo de mi subconsciente, ¡claro que si!, pero sepa usted que por un momento creí que era real, porque se instaló con vehemencia en mi yo consciente. Por eso tuve que gritar... para defenderme, para ahuyentarlos… a los virus... ¿Lo entiende usted?... ¿Entiende usted lo que quiero decir Odi? 

-Ah... sí... si. Por supuesto señor Odalach, claro que si, habla usted con total y absoluta claridad y con manifiesta clarividencia. Por mi parte el incidente está olvidado. Y ahora déjeme echar un vistazo a su cabeza, puede que usted mismo se arañase la piel accidentalmente peleando con esas maquiavélicas nanomáquinas oratófagas.

-De acuerdo, de acuerdo, aunque ya sabe usted que odio que me toquen la cabeza. Pero escrúteme si es su deseo. Ande, ande. Mire y remire cuanto quiera. Pero le advierto que no encontrará nada ahí que le perturbe. Ya le he dicho que fue una desagradable pesadilla debida al estrés y que ahora me encuentro perfectamente.

-Está bien señor, no pretendía molestarle, no quiero que me tache de receloso o entrometido,  y quédese tranquilo que no voy a explorarle la mollera por ahora. Sepa usted que el único interés que me mueve siempre hacia su persona es el de salvaguardar su salud y su integridad física. 
Ustedes, los científicos, tienen siempre tan ocupado el cerebro con sus interminables teorías y sus intrincadas y absorbentes investigaciones que olvidan a menudo que la salud de uno es lo primero. 
Menos mal que me tiene usted a mí, para defenderle de sus dulces enemigos: los genes; esos son los que le están volviendo a usted loco; de esos es de los que yo le protejo; y de su apatía por todo lo que no sea ciencia, ciencia y más ciencia. 
Si por usted fuera nos pasaríamos la vida metidos en ese enmarañado laboratorio suyo, sin comer, sin asearnos, y yo creo que hasta incluso sería usted capaz de dejar de respirar, si alguien le asegurase que eso le iba a ayudar a descubrir el vehículo que transportará nuestro esperanzador péptido hasta el corazón de la célula. 
Menos mal que yo me ocupo de todo -siguió relatando Odi apresuradamente mientras recogía la ropa de cama desperdigada- ¡menos mal!, pero... ¡qué le voy yo a contar!, usted sabe bien de mis eternos desvelos y por supuesto del profundo afecto que le profeso, y que hago lo que hago por usted porque le admiro. Le aseguro que yo, en su situación, no sería capaz de hacer ni la milésima parte de lo que usted hace.

-Oh vamos, vamos, no exagere querido. Lo que yo hago no es para tanto. Solo aplico mis conocimientos con método, perseverancia y profesionalidad- respondió Orate-, en cambio, usted, su inestimable asistencia, señor Odi, resulta crucial para salvar al mundo. Porque usted es un héroe en realidad. Ha de saber que uno de estos días, cuando todo vuelva a ser como lo fue siempre, a usted se le recordará tanto o más que a mí. Pasará usted a los anales de la historia como el asistente que salvó al mundo.
Lleva usted prácticamente toda su vida a mi lado, Odi. Ha invertido usted en mí persona, y en mi ciencia, treinta largos años de su vida. Es usted mis ojos, por supuesto, eso es evidente, pero también es usted mis manos... y hasta mis pies.
Sin usted yo no podría hacer nada de lo que hago ¿cómo iba a hacerlo…? Si, si, ya sé, y no es preciso que lo diga, también sé del cariño que me tiene, y sepa usted que el sentimiento es  recíproco.
Pero… ¡hombre de Dios, por lo que más quiera, déjese ya de cháchara y ayúdeme a vestirme!.

-Ipsofacto señor -respondió Odi azorado, comprobando la hora en su reloj de pulsera-, y perdóneme usted por tanta verborrea, pero es que tenemos tan pocas oportunidades de hablar en privado. Está usted siempre tan ocupado… Y no se preocupe señor, bajaremos a tomar el desayuno en un pispás, sobra tiempo, no hay problema. 
Por cierto, recuerde usted que hoy debe vestir el frac, la ocasión lo requiere. Lo acaban de traer de la lavandería impecablemente planchado y perfumado, como a usted le gusta. Porque… ¿No habrá olvidado usted que hoy es el gran día?- inquirió el asistente preocupado, clavando sus ojos en el eminente genetista.

 -No, no, claro que no lo he olvidado Odi, ¿cómo iba a olvidarme de algo así?, este simposio significa mucho para mí. Han venido colegas de todo el mundo. Los mejores genetistas del planeta están aquí para conocer nuestro hallazgo.

 -Sí. Y hoy será usted el protagonista indiscutible de ese foro señor. Le aseguro que la concurrencia quedará fascinada con su crucial descubrimiento. Y lo que es más importante aún, muy pronto, por fin, gracias a usted, todo volverá a ser como antes de aquel día. 

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Autor: Dimas Luis Berzosa Guillén.



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