lunes, 25 de enero de 2016

El resurgir de Alba






Alba era para Andrés lo que un intérprete es a un compositor. Comprendía con exactitud matemática los cambios que se producían en el estado de ánimo de él y podía descifrar la melodía que manaba de su alma leyéndola, como si de una partitura musical se tratase. Siempre conseguía conjugar su cambiante tempo, ya fuese este piano, andante, allegro o prestissimo; aunque fuese tan inestable que, a veces, resultase casi imposible de seguir. 
Después de tantos años había comprendido tan profundamente el ritmo cíclico de su violenta sinfonía, que ya era capaz de rellenar los angustiosos silencios y las eternas ausencias de él con pasajes viejos de amor y recuerdos. 

Incluso había conseguido adiestrar sus oídos para que suavizasen las notas más desagradables e hirientes y acrecentasen, aunque fuese de manera ficticia, las pocas agradables que él extrañamente esbozaba, de forma que fuese cual fuese el volumen con el que ella las percibía, las amortiguaba o realzaba manipulándolas en su cerebro para que a su corazón llegasen siempre en tono amable y cordial. Como si fuesen fragmentos de aquella vieja canción; sutiles acordes de la nana añosa que le cantaba su padre en las frías noches de invierno mientras la arropaba en la agradable suavidad de su cama, a la luz tenue de su lámpara mágica de estrellitas de colores.
Alba se había hecho fuerte con los años ¡Qué remedio! Y ahora estaba sola en el mundo. Fue hija única. Sus padres hacía años que habían muerto y estaban sepultados en el cementerio de aquel pueblito de calles angostas de su Andalucía, entre paredes encaladas y cipreses rancios y olorosos que otean macabros el devenir de los serreños agitándose al viento, moviendo sus ramas como brazos que les llaman, con gestos estudiados, para que vengan a yacer a sus pies. 
Una vez, siendo ella aún muy pequeña, su padre la había llevado a aquel campo santo para visitar la tumba de los abuelos y dejarles un ramo de flores recién cogidas sobre la lápida de piedra roñosa, esculpida a mano, en la que podía leerse: 

“Aquí yacen los restos de Manuel Torquemada y Adela Ruiz. Descansen en paz. Y brille para ellos la luz perpetua” 

Y más abajo, en letras más pequeñas: 

“Vuestro hijo Antonio os querrá siempre” 

Recordó que aquel día su padre había llorado amargamente arrodillado en la oscura y húmeda tierra del camino que discurre ante el panteón y mirándola fijamente a los ojos, con el corazón embebido y las manos temblorosas, le había dicho
-hija mía, ojalá tú me quieras a mí tanto como yo he querido a mis padres.
Y ella se había abrazado a él, apretándose contra su cuerpo, como si al hacerlo pudiese colarse en su alma y dejarle escrito con letras de sangre “Papá, te quiero mucho”.
¡Qué buenos recuerdos! Era feliz entonces. Siempre que le venían a la memoria aquellos años se veía a sí misma sonriente y feliz, corriendo tras su gato blanco en los patios de la casa en la que había nacido. Entonces llevaba el pelo muy corto, como le gustaba a su madre que lo llevase, y teñido de rubio, de un rubio dorado y luminoso; como los campos de trigo en agosto. Y su piel era tersa y suave; como la piel de un melocotón recién cogido del árbol.
Se detuvo ante el espejo mirándose de soslayo. Desde hacía varios años evitaba verse reflejada en cualquier superficie. Por eso había descolgado todos los espejos de la casa, desterrándolos al desván para siempre.
Todos excepto aquella magnífica luna de pie con marco de taracea con el que la obsequió su madre el día de su boda. Tiró de la tela que lo cubría parcialmente, sin atreverse a mirarlo de frente. Tenía miedo de descubrir que había envejecido, de comprobar que las cincuenta primaveras que llevaba ya vividas le hubiesen robado su belleza, como si de un peaje por seguir viva se tratase. Odiaba tener que entregarle a la vida un trocito de su juventud cada vez que moría un invierno para así poder continuar el viaje. Un viaje que, aunque siempre había sido emocionante, hacía ya demasiado tiempo se había convertido en un sufrimiento, en una singladura a ninguna parte; en un discurrir banal y baldío, sin retroceso. 
No quería mirarse al espejo, pero necesitaba comprobar si aún seguiría siendo hermosa. Necesitaba salir de aquella realidad decepcionante y caótica que ahora la embargaba, la anulaba, la empujaba al abismo haciéndola caer hacia el fondo de un pozo infinito en el que cada vez había más oscuridad y angustia. 
Necesitaba huir de él, de Andrés. Por eso, en un arrebato de valentía, levantó los ojos hacia el cristal con decisión desafiante. Quizás aún seguía siendo bella, quizás lo había sido tanto que ni el inexorable Cronos, el mismísimo dios del tiempo, había conseguido deshacer tanta hermosura. 
Nada tenía que perder. De hecho, desde hacía diez años, los que llevaba viviendo con él, lo había perdido todo. Ya llevaba demasiado tiempo enterrada en vida. 
Al fin levantó sus ojos y se miró. Se miró como se mira a lo desconocido, con ansia y curiosidad. Y se encontró a ella misma. Sus ojos verdes, brillantes como esmeraldas, seguían siendo misteriosos y profundos, aunque ya no tuviesen la expresividad de antaño. Cuando era niña su padre solía decirle, mientras la balanceaba en la mecedora de bambú del porche, que sus ojos, en la noche, eran como un amanecer en el ártico. Y de día eran como un sol deslumbrante sobre un horizonte de hielo inmaculado.
Él la miraba fijamente mientras acariciaba su pelo dorado. A veces sonreía y la sentaba en su regazo sin dejar de mirarla, y así, balanceándose rítmicamente en la vieja mecedora, pasaban los dos largas horas canturreando canciones y mirando, con la mirada perdida, la puesta de sol sobre las copas de los árboles en la serranía.
Sorprendida y reconfortada, por ver dentro de sus ojos aquellas imágenes que tan hermosos recuerdos le traían, se inundó del amor que había sentido en aquellos años vividos con sus padres, cuando cogidos de la mano los tres paseaban bajo los sauces llorones del camino antiguo de la ermita. Y se acordó de que siempre le pedía a su padre que atrapase uno de aquellos ruiseñores de bellísimos trinos, para que todas las mañanas, al amanecer, trinase para ella canciones alegres. Pero su padre siempre respondía 
-Alba, mi amor, si atrapas a uno de esos bellos animales y lo encierras en una jaula, dejará de cantar y morirá de tristeza. 
Y ahora ella se había dejado atrapar, y había dejado de cantar…, y estaba muriendo de tristeza. 
Pero hoy, por fin, algo en su interior había cambiado. Había decidido escapar de su jaula y volvía a renacer en ella la fuerza vital de su niñez. Acababa de decidir resurgir a la vida. 
Aunque sus cabellos dorados se hubiesen oscurecido y ahora luciesen salpicados de canas blancas que se abrían paso entre los largos mechones como estelas en el mar; aunque las lágrimas de su interminable llanto hubiesen erosionado su piel dibujando surcos que discurrían, someros aún, junto a sus ojos, como incipientes afluentes del río de la vida. Aún así, ¡ella debía renacer! 
El viento del este, que entraba furioso por la ventana abierta del dormitorio, meció su leve camisón haciéndolo ondear como si fuese una bandera blanca sobre su busto, adhiriéndolo a su cuerpo como una segunda piel, esculpiendo su esbelta figura, mostrando su cuerpo espléndido y bizarro bajo las trémulas transparencias del tul. 
Fue entonces cuando Alba comprendió que debía abandonarle a él, a Andrés, a aquel ser malvado que se había adueñado de su vida ninguneándola, anulándola, vejándola, golpeándola, arrebatándole su dignidad, su mente, su propio ser. 
Y en aquel instante, decidió que ya nada ni nadie iba a impedirle regresar al mundo, para volver a empezar, para volver a ser persona, para no sufrir más.






Autor: Dimas Luis Berzosa Guillén

No hay comentarios:

Publicar un comentario