jueves, 9 de noviembre de 2017

UFO

Instintivamente me puse en pie, no podía comprender qué me estaba sucediendo. De repente me había invadido una oleada de calor mareante y espesa que me sobresaltó. Una especie de flujo electrizante y enérgico me recorrió la espalda de abajo a arriba e hizo que todo mi cuerpo se estremeciera durante unos segundos, como si una mano invisible me estuviera zarandeando vehementemente. Mis manos comenzaron a temblar ateridas de frío, a pesar de haber estado sentado unos minutos antes frente al fuego de la chimenea.
Anduve unos pasos vacilantes por la habitación sin saber muy bien qué hacer ni a dónde dirigirme, y un miedo sobrecogedor se apoderó de mí. Pensé que me desmayaría irremisiblemente o, peor aún, que había llegado mi hora, e iba a morir de un momento a otro irremisiblemente.
Tambaleándome conseguí recorrer los escasos cinco metros que me separaban del dormitorio. Cuando llegué ante la cama caí de bruces, desplomándome sobre ella exhausto, y un dolor punzante e intenso en la frente me obligó a cerrar los ojos. Me sentía fatal y no comprendía qué me estaba pasando. Para no entrar en pánico hundí la cara en la almohada e intenté tranquilizarme. Puede que inmediatamente después me quedara profundamente dormido o, quizás, lo que sucedió es que perdí el conocimiento; no sabría decir qué me sucedió exactamente.
Cuando volví en mí tenía la sensación de que solo habían transcurrido unos segundos, pero también podría ser que hubiese permanecido en aquel estado de inconsciencia varias horas.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para incorporarme lo suficiente como para conseguir girarme y tenderme boca arriba sobre el colchón. Cuando lo conseguí, por fin, abrí los párpados lentamente: los pocos objetos que alcanzaba a ver se difuminaban ante mí en un color rojo pálido y daban vueltas y más vueltas alrededor de la habitación, sin detenerse nunca, como si hubieran caído dentro de un torbellino incesante.
Tenía la frente empapada en sudor y sentía en el paladar un intenso sabor metálico y ácido.
Volví a cerrar los ojos y permanecí inmóvil durante unos pocos segundos. El silencio era absoluto a mi alrededor, excepción hecha de un persistente zumbido grave y próximo que me recordaba al sonido que produce la corriente eléctrica al vibrar en cables y transformadores, pero de dónde podía proceder aquel ruido, nunca antes había escuchado nada que se pareciera a aquel extraño sonido en las inmediaciones. A aquella cabaña abandonada, situada en el centro de la explanada que se extiende sobre la meseta del Ojnarán, no llegan ni veredas ni caminos, ni mucho menos carreteras.
El núcleo urbano más próximo se encuentra a más de cuarenta kilómetros, y la única vía de acceso conocida, para alcanzar aquel paraje, es un despoblado e intransitable cortafuegos de montaña jalonado de losas de pizarra semienterradas y bloques quebrados de granito, que exhiben sus afiladas aristas surgiendo del terreno como amenazantes navajas capaces de hacer desistir de su empeño al explorador más temerario. Además, aquel desfiladero infernal termina de forma abrupta en una pared natural muy escarpada, inaccesible para los pocos excursionistas y senderistas que consiguen llegar hasta ella, y por supuesto para alcanzar la cima de la impresionante roca, que se eleva verticalmente sobre el terreno a más de cincuenta metros de altura, es preciso ser montañero experimentado y disponer de un buen equipo de escalada.
Por esta razón nunca antes, durante los once largos meses que llevaba viviendo solo en el lugar más aislado del mundo había visto a nadie, ni había oído otros sonidos que no fuesen los trinos de las aves que anidan en los árboles que circundan las explanada; los silbidos del viento ululando entre las ramas y colándose a borbotones por los resquicios de de la puerta y las desvencijadas ventanas de la cabaña; o el obstinado y adormecedor murmullo de un hilillo de agua clara y sabrosa que brota sin cesar de las entrañas de la tierra sobre una pileta natural de caliza y luego fluye por un somero cauce, serpenteante y famélico, bordeando la cabaña por su lado sur y acaba despeñándose en una diminuta cascada, sobre una laguna que el agua y el tiempo formaron  al pié del promontorio.
Mis oídos, después de tanto tiempo, se habían desacostumbrado a los ruidos molestos e insalubres de la ciudad. Ahora, por suerte, solo percibían de vez en cuando el ruidoso e insistente golpeteo de la lluvia repiqueteando sobre el viejo tejado o, como mucho, los sobrecogedores truenos de un par de dantescas y aparatosas tormentas a principios del verano pasado.
Además, tampoco podía tratarse de un zumbido eléctrico, pues el trazado de la línea de alta tensión más cercana discurre a más de dos kilómetros al noroeste. Ni, por supuesto, a algún artilugio humano motorizado, porque no hay ninguna carretera, camino, vereda o sendero que llegue hasta aquel perdido lugar de la sierra.
Volví a abrir los ojos. Un intenso y vibrante destello luminoso, proveniente del exterior, penetraba en la habitación a través de los cristales de la ventana inundando de un resplandor color rubí las paredes y los muebles, que refulgían como metal al rojo vivo.
Mientras mi cerebro trabajaba frenéticamente para intentar encontrar una explicación coherente a lo que estaba sucediendo me puse en pie indeciso. Estaba aterrorizado, pero tenía que ir a mirar qué estaba sucediendo afuera.
Entonces escuché un terrible impacto, algo parecido a una gran explosión, y la tierra comenzó a temblar fuertemente. Varios objetos cayeron de las estanterías y las maderas del techo y las paredes crujieron como si la cabaña se fuese a derrumbar. Instintivamente me refugié bajo la cama, por si el techo cedía; era de esperar que si caía sobre mí alguna de las pesadas vigas que soportaban la cubierta del cobertizo, el colchón amortiguaría el golpe.
Unos segundos después el terremoto cesó. Dejó de oírse el penetrante zumbido y la espesa luz roja desapareció.
Salí de debajo de la cama y corrí hacia el exterior en busca de la seguridad del campo abierto, pero no llegué a atravesar el porche, ¡no pude!, me quedé petrificado justo al rebasar el umbral de la puerta, sin dar crédito a lo que mis ojos estaban viendo: a unos cincuenta metros ante mí, justo en el centro de la explanada, se erguía estática una colosal esfera de color gris brillante que parecía levitar a un par de metros del suelo. Me pareció que debía ser de metal, de alguna rara aleación. El artefacto se veía desdibujado y borroso, como si estuviese apareciendo y desapareciendo continuamente.  En la parte superior de la inmensa bola, multitud de hileras de débiles haces de luz amarillenta parpadeaban sin cesar y desde la base hasta su cenit se observaban unas figuras romboidales, regularmente distribuidas por todo el perímetro de la esfera a modo de grandes gajos de naranja de color rojo, que brillaban en la oscuridad.

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